"No quiero el premio ese que dan los suecos, sino el
Guinness a la investigación más barata y eficaz”. Aunque el nombre engaña, a
sus 85 años Claus Knapp es puro madrileño. Y las indagaciones a las que se
refiere son las que le llevaron, junto a su compañero de la Clínica
Universitaria de Hamburgo Widukind Lenz, a descubrir el origen de las
malformaciones que, a partir de 1959, empezaron a ver en recién
nacidos. “Eran casos terribles; niños que nacían sin brazos ni piernas”,
recuerda, mientras enseña la cruda foto de uno de aquellos bebés en sus manos,
solo un tronco. “Murió a los 11 días”.
“Cuando me llegaron los primeros casos pensé:
‘Tenemos que hacer algo”. Y, tras consultarlo con Lenz y con su jefe, del que
ambos eran adjuntos, iniciaron el trabajo. Fueron poco más de tres semanas. Hace justo
52 años de aquello. El pasado lunes se veía en Madrid la última sesión del juicio contra la farmacéutica alemana
Grünenthal por la
venta de la talidomida en España.
“Teníamos casi 30 casos, pero nos dijeron que en
Münster había más. Al final, vimos más de 500”, relata Knapp.
Durante aquellos días, hicieron doble jornada. Por la
tarde, tras salir de la clínica, cogían el coche de Knapp y visitaban una a una
a las madres de esos niños. “Era muy duro porque estaban muy afectadas”,
recuerda. Lenz era “el inteligente, yo el listillo”, resume Knapp. Tan
inteligente era el alemán que, pese a que hicieron el trabajo al alimón, él fue
el que quedó en la memoria. “No me importa. Yo estaba esperando un hijo y lo
que quería era volver a España”. Pero Knapp también era “el meticuloso, algo
que había aprendido en el Colegio Alemán de Madrid, donde estudié antes de la
Guerra Civil”. Pese a la formación de Lenz, pronto descartaron el factor
genético. “Los casos aparecían en familias sin antecedentes. Y no había
antecedentes: solo encontramos un caso similar, en un libro de dibujos de 1806
de Geoffroy Saint-Hilaire”.
Las dos primeras semanas no dieron fruto. “Hicimos una
historia clínica amplísima. Le preguntábamos a las mujeres de todo: qué habían
comido, qué postres compraron. Pero nada”. También, obviamente, preguntaban por
los fármacos. “Los médicos empezaron a cogernos manía, porque les pedíamos las
historias clínicas y se veía el descontrol que había. Todos daban medicamentos
sin apuntarlos”, cuenta.
A las dos semanas de trabajo, una de aquellas visitas les
dio la pista definitiva. “Fuimos a casa de un matrimonio. Él era psicólogo, y
llevaba un control exhaustivo del embarazo. Fue tajante: ‘Esto es de la
talidomida; es lo único que ha tomado”, recuerda Knapp que les dijo. “Habíamos
visitado ya una veintena de casas, y ninguna mujer nos lo había dicho. Pero
aquel hombre parecía muy seguro. Lenz y yo nos miramos. Y, entonces, hice la
que considero mi mayor aportación al trabajo. Le dije: ‘Hay que volver a
empezar”. En los siguientes días volvieron a visitar a las mujeres, pero
ampliando el cuestionario. “No queríamos preguntarles por la talidomida, porque
podían haber dicho que la investigación estaba dirigida. Queríamos que nos lo
dijeran ellas”.
No fue tan fácil. Una de las primeras a la que volvieron a
visitar, después de preguntarle, recordó que su vecina le había dado algo para
el dolor de cabeza. Fueron a verla. “La mujer trabajaba en una fábrica de
válvulas, y era ahí donde conseguía las medicinas. Según nos contó, las
trabajadoras estaban sentadas en círculo, y en medio tenían una especie de
frutero lleno de pastillas. Como tenían que estar tan concentradas, a todas les
dolía la cabeza, y cada una cogía lo que le parecía. Así llegó la talidomida
hasta su casa”.
Poco a poco, los casos se fueron confirmando. En un
artículo que escribieron en 1962 Lenz y Knapp, el que dejó zanjado el asunto,
describen varias situaciones en las que no bastó con preguntar. Muchas de
aquellas mujeres seguían sin mencionar la talidomida, pero, entonces, se
dirigieron también a los médicos de cabecera. “Ante nuestra sorpresa, la
mayoría de las historias se volvieron positivas”, cuentan. Por ejemplo, relatan
la de un niño que nació el 18 de septiembre de 1961. “Sus padres declararon con
toda determinación que la madre no había tomado ningún medicamento somnífero ni
sedante”, relatan. “Pero una caja olvidada en un neceser de viaje que hacía de
botiquín familiar” desmontó esa versión. Al volver a preguntar al seguro de la
mujer, se supo que un sustituto se la había recetado.
“Otra vez la madre no recordó que había estado ingresada
por apendicitis. Creía que eso había sido antes del embarazo. Había recibido
talidomida durante el ingreso”, cuenta Knapp. “En otra casa, el frasco estaba
escondido, en un cajón aparte del resto de los medicamentos. La madre había
aconsejado a la hija embarazada que no le dijera al marido que estaba tomando
cosas para los nervios. Eso estaba mal visto”.
Cuando ya tenían casi todos los casos verificados, hicieron
un último esfuerzo para no dejar ningún cabo suelto. “Había una mujer que
negaba y negaba que hubiera tomado nada. Pero teníamos que conseguirlo. Así que
un día fui con mi mujer al hospital donde había dado a luz. Mientras ella
entretenía a la enfermera, yo rebusqué en su historia clínica, ¡y ahí estaba!”.
Aquellos datos fueron recogidos uno a uno. Y los
investigadores, una pareja de Sherlock y Sherlock en la que ninguno de los dos
se sentía Watson, fueron más allá. “Empezamos a preguntar a colegas, e hicimos
cuatro grupos: casos nuestros en los que sabíamos la fecha de la concepción,
casos en los que sabíamos la de la última menstruación, y otros dos iguales con
los datos que nos enviaban otros médicos”.
El volumen de datos crecía. Pero el pasado de cada uno vino
en su ayuda. “Durante la II Guerra Mundial, Lenz había estado prisionero en
Inglaterra. Allí, en un campo, los presos se daban clases unos a otros. Y él
las recibió de estadística. Eso nos permitió estructurar todos los datos”.
Knapp fue el encargado de reflejar aquella información gráficamente. Lleva
aquellos pliegos consigo, y los desenrolla con mimo. Todavía, 50 años después,
mantiene ocultos al periodista los nombres de las mujeres. A través del papel
traslúcido se lee uno: Betina. “Antes de estudiar medicina me había presentado
a las pruebas de Ingeniería de Caminos, así que yo dibujaba muy bien”, dice sin
presunción.
Aquellos detallados gráficos muestran al lado del nombre de
cada mujer una serie de hitos: la fecha de la concepción, la de la última
menstruación, las malformaciones del bebé, su fecha de nacimiento y, pintadas
con detalle, las capsulitas romboides que tomó cada una. “Estos dibujos fueron
clave para el futuro de la investigación”, dice.
Cuando acabaron de volcar los datos de la primera veintena
de mujeres, la conclusión era clara: todas habían tomado talidomida entre los
días 37 y 50 de la gestación. “¡Lo habíamos encontrado!”, dice Knapp, y todavía
se le ilumina la sonrisa al recordarlo.
Pero, con ello, no había acabado su trabajo. “Quedaba lo
peor: comunicárselo al laboratorio”. Fueron a su jefe, y le expusieron sus
conclusiones. “Él nos dijo: ‘Hay que llamar a Grünenthal. Pero no lo hagáis
solos. Que alguien del centro sea testigo”. Knapp fue el encargado de la
llamada. “Educadamente, les dije: ‘Tenemos la sospecha fundada de que su
medicamento está causando las malformaciones’. Hubo un clic, y se puso un abogado.
Ya debían de sospechar algo”, cuenta el médico. “Grünenthal es un laboratorio
muy poderoso, así que les dijimos que vinieran y les dábamos nuestros datos.
Aparecieron con tres abogados. La universidad nos apoyó con uno. Les enseñamos
los papeles, pero, después de irse, nos llamaron y nos dijeron que no se lo
creían”.
Fueron unos días tensos. “Los detectives pululaban a
nuestro alrededor. Y decidimos que teníamos que hacer ruido. Empezamos a
contárselo a los colegas, y cada vez nos llegaban más casos. Al final, 17 días
después, el laboratorio retiró el medicamento del mercado. ¡Quién sabe cuántos
niños nacieron a los nueve meses con malformaciones que podían haberse evitado!
Nosotros contamos cuatro”, se lamenta.
La historia tiene estrambote: “Poco después, vinieron de la
empresa y nos pidieron llevarse los papeles. Les dijimos que no. Como mucho,
les ofrecimos hacerles fotocopias. Yo vi que intentaban llevarse los
originales, pero no queríamos darle el nombre de las mujeres. Temíamos que las
presionaran para que cambiaran su versión, así que ellos metían la mano, pero
antes de coger la fotocopia, yo cortaba con una cuchilla el nombre. No me
atreví a tacharlos por si encontraban forma de leerlos”, relata Knapp como
quien cuenta una travesura.
Todavía después de ello, el laboratorio se resistió a
admitir su responsabilidad, dice. “Hicieron congresos, reuniones, llamaron a la
prensa para descalificarnos”. La madre de Knapp, periodista de prestigio en
Berlín, fue una ayuda fundamental en aquella lucha de medios. Poco después,
nació el hijo de Knapp. “Él podía haber sido uno de los niños de la
talidomida”, dice. El médico y su familia volvieron a España.
En 1971, el laboratorio acordó indemnizar a los afectados
alemanes. Fue la llamada sentencia Contergan, así llamada por el nombre de uno
de aquellos fármacos. La batalla podía haber quedado para el recuerdo, si no
fuera por la reactivación del caso por los afectados españoles. “Vinieron a
pedirme que revisara sus historias, pero no llegamos a tiempo para el juicio”.
Su papel ante posibles indemnizaciones futuras —186 afectados piden 204
millones— puede ser, otra vez, clave. “Aunque no puedan demostrar
que su madre tomó talidomida, eso no hace falta. Viendo sus lesiones, yo puedo
certificar quién es afectado y quién no. Son muy características, y sería una
injusticia que no se lo reconocieran”.
El detective de la talidomida. El País. Emilio de Benito. 20
de octubre de 2013
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